miércoles, 18 de mayo de 2011

Conejo en Paz (J.Updike)

Leer las primeras 100 páginas resulta una esforzada tarea,
una especie de selva que hay que atravesar por la frondosa prosa Updikeana.
Pero hay que hacerlo, pasarlas, y apropiarse del barro de la novela.
Exprimir cada párrafo, cada frase, y continuar obstinadamente lo que
obstinadamente el escritor construye de manera obsesiva y al detalle
para arrojarnos de cabeza, hacia la cabeza de Harry “Conejo” Angstrom.
Una vez dentro, el relato crece entre los recuerdos y la agobiante y simplona
cotidianidad que va desde leer las noticias en el New Press y jugar al golf,
hasta pasar los días con su esposa, con la que vive hace más de 30 años
aunque en realidad no compartan nada.
Aunque en realidad sean el agua y el aceite. “Una esposa puede ser
tan desconocida como una puta.”
Escupidos a vivir la mitad del año en un condominio de Florida
– un lugar repleto de baratijas marinas que se venden en la tiendas de la zona –
ambos se dejan arrastrar por la corriente.
Como si una fuerza superior hubiese elegido por ellos, en una falsa
relación que también empieza a tornarse moribunda.
Después de tener un infarto, Harry siente que “el cuerpo le cuelga alrededor del
corazón como la tienda de campaña en torno a un palo”.
Desde ahora y para siempre cargará con el peso del tiempo, el peso de los días
pasados que se vuelven más densos y monstruosos, y que se alimentan de su
desvariado presente, como si Harry no estuviera donde está,
como si fuera un barco encallado en el puerto de los días que ya no son.
Nostalgia por un mundo que fue cambiando su nivel de consumo y la clase de
productos que vende, mientras en el ocaso de su existencia,
contempla el acelerado desfile de su raza de la que se siente excluido,
deteniéndose a mirar con desdén cómo la televisión vende su ominosa mierda
a la decadente y despreocupada civilización:
muertos vivientes bronceados y desparramados sobre la arena como si fuese un
campo de batalla.
Sobre el final, y tras otro infarto, Conejo debe ser internado.
Esposa e hijo rezan tibiamente para que se recupere,
como deseando en el fondo que se muera, que ya no estorbe.
Aunque ambientada a finales de los 80 una brisa melancólica y atemporal
recorre toda la novela.
Una brisa que pacientemente borra todo lo que encuentra en el camino,
incluso la triste y oscura huella que Harry deja en su paso por el mundo.

jueves, 28 de abril de 2011

La virgen de los sicarios - F. Vallejo

Fernando regresa a su Colombia. A su Antioquia. A su Medellín. A su Medallo. A su Sabaneta, probablemente para atrapar el último instante de la brumosa felicidad que le es esquiva. Fernando regresa a la patria de su infancia.
En esa peregrinación lo acompaña Alexis, un joven sicario sin trabajo. Parece que desde que murió Pablo Escobar, o mejor dicho lo murieron, hasta la industria del crimen está en baja.
Fernando es Vallejo, y Vallejo habla en primera persona en todas sus novelas porque no concibe la idea del narrador omnisciente, como no cree en un Dios justo y piadoso tampoco cree que esa figura celestial deba reencarnarse en un escritor. Vallejo solo escribe lo que ve lo que escucha y lo que piensa, y en ocasiones lo que recuerda.
Ahí, en Medellín, donde tuvo momentos de felicidad que ahora su memoria se niega a devolverle, recorre con Alexis - su amor y ángel exterminador personal – las calles del barrio en que creció,  desandando los recuerdos al tiempo que el amor entre ellos se fortalece, al tiempo que todo el mundo se desmorona.
En su pulso vertiginoso – vertiginosa como es la vida y como es la muerte en Colombia - la novela se transforma en un western y Alexis en un justiciero existencial, en un Herodes, asesinando todo lo que encuentra a su paso, incluyendo niños, viejos y mujeres embarazadas, todo.
Fernando Vallejo es un género en si mismo, y ese género se llama Medellín, se llama Pesimismo, se llama Oscuridad, se llama Iluminación, se llama Muerte y Muertos y más Muerte. Y así lo expresa en uno de sus tantos desencantados párrafos:
 “Virgencita niña que me conoces desde hace tanto: que mi vida acabe como empezó, con la felicidad que no lo sabe.” Extrañamente Vallejo reza, pero no para que la vida siga o para tener una esperanza, reza para que todo termine de una vez, porque mientras estamos acá, la vida nos es arrancada a jirones.