martes, 21 de febrero de 2012

los malditos

En principio quisiera poner en duda el titulo, ya que ningún escritor por mayor o menor éxito que tenga se autodefine como maldito, sin embargo, por sus características y por su posición en la sociedad guarda para sí mismo cierto sentido de independencia en los márgenes.
Por otra parte, el maldito es una marca que viene de afuera, casi siempre impuesta con una intención comercial. En cambio el marginal, es una figura carente de contaminación, es nuevo, y a su modo nos presenta un mundo íntimo y desconocido, quizás por eso Los marginales hubiese sido un nombre más acorde.
Siguiendo esa línea, hay en la condición del escritor marginal, henchido de dolor y desprovisto de gloria, una fascinación secreta y eterna, como si al conocer su obra conociéramos también su vida, una comunión privada tan fiel como la amistad, y tan misteriosa como el amor.

Los malditos es a simple vista un desconcierto de biografías de escritores latinoamericanos muertos, escritas a modo de crónicas, por otros diecisiete escritores vivos y con mejor suerte, compilados por la gracia de la periodista y también escritora Leila Guerriero.
Al abrir el gigantesco volumen prefiero no empezar por Jorge Barón Biza; quien heredó el suicidio de su padre, madre y hermana, pocos años después de pasar desapercibido con El desierto y su semilla, voy directo al chileno Rodrigo Lira, durante días recorro su poesía y sus padecimientos como un zombi. Lo primero que llama mi atención es ese manotazo de ahogado donde predice: “De repente/ no voy a aguantar más y emitiré un alarido”.
Con un diagnostico – aparentemente equivocado - de esquizofrenia, Lira es internado y posteriormente sometido a tratamiento de electroshock.
El 26 de diciembre de 1981, el día que cumplía 32 años, Rodrigo es encontrado muerto en el baño de su casa, con la cara y el cuerpo tajeados.

Mucho se habló y seguirá hablándose de Alejandra Pizarnik, Alejandra hizo de su obra un mapamundi asfixiante y angustioso, y en el estallido de su cuerpo aun hoy quedan flotando las cenizas: “No quiero ir/ Nada más/ que hasta el fondo”, escribió por última vez en el pizarrón de su departamento. Luego tomó cincuenta pastillas de Seconal y murió camino al hospital, tenía 36 años.
También con Seconal y a los 25 años se suicidó el colombiano Andrés Caicedo– no tenido en cuenta para esta edición – el mismo día que recibió el ejemplar de su primera novela publicada: Que viva la música. (Quizás Fernando Vallejo habría hecho justicia con este olvido)
Puesto así, todo parece indicar un destino trágico, un paisaje poblado de locura y melancolía, y en gran medida es cierto, el desasosiego emana de cada página, salto del vacío hacia otros pozos igualmente tristes, infinitamente más oscuros, de ahí a las drogas, al alcohol, al suicidio. La cadena pareciera mantenerse firme y funcionar como un perfecto manual donde La Muerte escribe su anecdotario.
Hay excepciones, como Barba Jacob por ejemplo, que en sus años mozos supo disfrutar de la belleza de los jóvenes marineros paseando de la mano de García Lorca por La Habana, o fumando marihuana muy campante por las calles de México o Colombia: “Una bacante loca y un sátiro afrentoso/ Conjuntan en mi sangre su frenesí amoroso”
O Ignacio Anzoátegui, burlón y nazi declarado, quien probablemente haya muerto feliz en 1979 mientras la dictadura militar en Argentina llegaba a su apogeo.

Mientras Fuguet viaja a Uruguay para rearmar la figura del escritor y showman Gustavo Escanlar, Boris Muñoz recuerda a su padre, el poeta venezolano Rafael José Muñoz: “Mi papá no paraba de beber. Tenía las manos desconchadas por la cirrosis (…) Desde su habitación que permanecía todo el día con la persiana baja se filtraba un fuerte olor a bilis y alcohol. Sin embargo, entre nosotros la relación la relación seguía estando llena de ternura”
Martín Adán, César Moro, Pablo Palacio, Jorge Cuesta, y Arias Trujillo también merecen especial atención.
Todos cortados por la misma sanguinaria tijera. Casos extremos de esa descarnada pasión que consiste en poner el cuerpo hasta extenuarlo, hasta que diga basta.
Practicantes de una literatura fragmentaria, mutilada. Como fragmentaria y mutilada fue la forma en que concibieron sus vidas, en lucha constante con ellos mismos pero también con un contexto adverso, decididos a dejar constancia de su paso por el mundo, y en esa huella lacrimógena, la obstinación zumbona de la memoria recreando una esperanza.
“Nunca me sentí en el mundo como si fuera mi casa, siempre me sentí quisquilloso, susceptible y desasosegado, /como un intruso o, en el mejor de los casos como un mero visitante”, había dicho el boliviano Jaime Saenz.
Finalmente, quien decide lo que debe estar en el centro y lo que debe estar en los márgenes es el capitalismo, esa maquinaria suntuosa y decadente, suntuosa por su inservible ostentación, y decadente porque sus engranajes han mostrado su decrepitud y caducidad. Esa especie de fascismo pulcro y moderado que anestesia o aniquila es al fin y al cabo el único maldito.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Conejo en Paz (J.Updike)

Leer las primeras 100 páginas resulta una esforzada tarea,
una especie de selva que hay que atravesar por la frondosa prosa Updikeana.
Pero hay que hacerlo, pasarlas, y apropiarse del barro de la novela.
Exprimir cada párrafo, cada frase, y continuar obstinadamente lo que
obstinadamente el escritor construye de manera obsesiva y al detalle
para arrojarnos de cabeza, hacia la cabeza de Harry “Conejo” Angstrom.
Una vez dentro, el relato crece entre los recuerdos y la agobiante y simplona
cotidianidad que va desde leer las noticias en el New Press y jugar al golf,
hasta pasar los días con su esposa, con la que vive hace más de 30 años
aunque en realidad no compartan nada.
Aunque en realidad sean el agua y el aceite. “Una esposa puede ser
tan desconocida como una puta.”
Escupidos a vivir la mitad del año en un condominio de Florida
– un lugar repleto de baratijas marinas que se venden en la tiendas de la zona –
ambos se dejan arrastrar por la corriente.
Como si una fuerza superior hubiese elegido por ellos, en una falsa
relación que también empieza a tornarse moribunda.
Después de tener un infarto, Harry siente que “el cuerpo le cuelga alrededor del
corazón como la tienda de campaña en torno a un palo”.
Desde ahora y para siempre cargará con el peso del tiempo, el peso de los días
pasados que se vuelven más densos y monstruosos, y que se alimentan de su
desvariado presente, como si Harry no estuviera donde está,
como si fuera un barco encallado en el puerto de los días que ya no son.
Nostalgia por un mundo que fue cambiando su nivel de consumo y la clase de
productos que vende, mientras en el ocaso de su existencia,
contempla el acelerado desfile de su raza de la que se siente excluido,
deteniéndose a mirar con desdén cómo la televisión vende su ominosa mierda
a la decadente y despreocupada civilización:
muertos vivientes bronceados y desparramados sobre la arena como si fuese un
campo de batalla.
Sobre el final, y tras otro infarto, Conejo debe ser internado.
Esposa e hijo rezan tibiamente para que se recupere,
como deseando en el fondo que se muera, que ya no estorbe.
Aunque ambientada a finales de los 80 una brisa melancólica y atemporal
recorre toda la novela.
Una brisa que pacientemente borra todo lo que encuentra en el camino,
incluso la triste y oscura huella que Harry deja en su paso por el mundo.

jueves, 28 de abril de 2011

La virgen de los sicarios - F. Vallejo

Fernando regresa a su Colombia. A su Antioquia. A su Medellín. A su Medallo. A su Sabaneta, probablemente para atrapar el último instante de la brumosa felicidad que le es esquiva. Fernando regresa a la patria de su infancia.
En esa peregrinación lo acompaña Alexis, un joven sicario sin trabajo. Parece que desde que murió Pablo Escobar, o mejor dicho lo murieron, hasta la industria del crimen está en baja.
Fernando es Vallejo, y Vallejo habla en primera persona en todas sus novelas porque no concibe la idea del narrador omnisciente, como no cree en un Dios justo y piadoso tampoco cree que esa figura celestial deba reencarnarse en un escritor. Vallejo solo escribe lo que ve lo que escucha y lo que piensa, y en ocasiones lo que recuerda.
Ahí, en Medellín, donde tuvo momentos de felicidad que ahora su memoria se niega a devolverle, recorre con Alexis - su amor y ángel exterminador personal – las calles del barrio en que creció,  desandando los recuerdos al tiempo que el amor entre ellos se fortalece, al tiempo que todo el mundo se desmorona.
En su pulso vertiginoso – vertiginosa como es la vida y como es la muerte en Colombia - la novela se transforma en un western y Alexis en un justiciero existencial, en un Herodes, asesinando todo lo que encuentra a su paso, incluyendo niños, viejos y mujeres embarazadas, todo.
Fernando Vallejo es un género en si mismo, y ese género se llama Medellín, se llama Pesimismo, se llama Oscuridad, se llama Iluminación, se llama Muerte y Muertos y más Muerte. Y así lo expresa en uno de sus tantos desencantados párrafos:
 “Virgencita niña que me conoces desde hace tanto: que mi vida acabe como empezó, con la felicidad que no lo sabe.” Extrañamente Vallejo reza, pero no para que la vida siga o para tener una esperanza, reza para que todo termine de una vez, porque mientras estamos acá, la vida nos es arrancada a jirones.